
En patios, solares y cercas improvisadas de distintos barrios, una práctica cruel ha ganado terreno: las peleas de peces betta. Lo que algunos presentan como una simple afición se ha convertido en un negocio informal basado en apuestas, crianza selectiva y violencia hacia los animales. Lo más preocupante es que menores de edad están participando activamente, asumiendo riesgos y apostando dinero.
La pregunta persiste entre quienes observan este fenómeno: ¿tradición, deporte o una muestra más de cómo la sociedad ha normalizado la crueldad? El medio N Investiga detalla que el pez betta, conocido también como pez de combate siamés, proviene de Tailandia, donde esta práctica tiene raíces históricas. En ese país, las peleas están sujetas a supervisión oficial y se desarrollan bajo un marco legal con licencias y regulaciones estrictas.
El Gobierno tailandés autorizó la reapertura de recintos destinados a estas competencias y a las carreras con apuestas reguladas tras la pandemia. Según la Ley Nacional de Bienestar Animal promulgada en 2014, los animales deben ser protegidos; sin embargo, la norma permite ciertas luchas consideradas tradicionales, siempre que estén bajo control estatal y vigilancia de las autoridades locales.

La influencia cultural de este tipo de competencia se extiende a gran parte del Sudeste asiático. En naciones como Camboya, Laos, Vietnam y Malasia, el pez betta es criado con fines tanto de exhibición como de enfrentamiento. En Filipinas e Indonesia también existen comunidades dedicadas a su cría, aunque sin un marco legal uniforme que las regule. Fuera de esa región, estas prácticas están prohibidas y solo subsisten de manera encubierta, presentándose como muestras ornamentales o competencias de belleza.

En República Dominicana, la situación es distinta: no hay ninguna regulación. No existen controles, ni licencias, ni fiscalización oficial. Las peleas se desarrollan libremente en patios y callejones, lejos de cualquier registro estatal, aunque son conocidas por los vecinos y las comunidades cercanas.
Las apuestas asociadas pueden variar enormemente: desde sumas pequeñas de 500 pesos hasta propiedades completas, vehículos o terrenos. En ese entorno, muchos participantes terminan atrapados en un círculo de pérdidas económicas, deudas y conflictos personales. Lo que parece un pasatiempo se convierte en una fuente de tensiones y episodios de violencia.
Esta realidad plantea un dilema moral y social: mientras algunos lo defienden como herencia cultural o entretenimiento, otros lo denuncian como una manifestación de crueldad injustificable. La ausencia de normas, la participación infantil y el dinero en juego configuran un panorama alarmante que continúa creciendo sin control. La discusión sobre cómo frenarlo o regularlo apenas comienza, pero el daño ya se ha extendido en silencio por distintos rincones del país.

